El ocaso de los ídolos (II)

… Ringo extrañó por tres días enteros el humor pasivo de George. De cierta manera, el baterista también se sentía un excluido, un figurín de acompañamiento para la dupla que se llevaba los créditos. Con George podía tener la complicidad de un cigarrillo, la confianza para mostrarle sus avances de novato compositor, «El jardín del pulpo», fíjate un poco, qué título, yo pasaría de La a Si, Ringo, y así puedes volver a Mi y cantar sin problemas. Okey, viejo, probemos esa intro de guitarra que compusiste. Pero, ¿qué dirán Paul y John? A la mierda los dos, allá ellos con sus juegos de escribirse postales, de transitar por caminos largos y sinuosos, se dejarse estar.

Sí, vaya que extrañaba a George. Lo mejor sería llamarlo, mentirle de que todos estaban avergonzados y decirle que el bueno de Billy Preston tocaría los teclados con ellos, para descomprimir el ambiente. En una de ésas resultaba la idea de grabar un disco como el primero, en once horas, de las diez de la mañana a las nueve de la noche.

Lo primero fue prometerle a George que abandonarían los estudios Twickenham. En menos de un día se trasladaron hasta Savile Row, donde un amigo de John había montado un estudio que era un desastre. Por teléfono, el guitarrista se enteró de que finalmente el disco lo acabarían en la EMI.

Es como volver a casa, ¿no? Ringo no creía demasiado en asuntos bíblicos, pero George apareció al tercer día. Desde lejos no parecía él, estaba demacrado y se notaba a la legua que había bebido. Venía con su mismo abrigo negro y una guitarra gris rarísima, cuya caja acústica sonaba llena, envolvente.

—Hola, Richie.

—Hola, Georgie.

—¿Quieres que te muestre qué compuse en estos tres días, Richie?

—Me muero de ganas, Georgie.

Y George tocó un vals maravilloso.

—Empieza así: Todo el día, yo mí mío, yo mí mío, yo mí mío. Toda la noche, yo mí mío, yo mí mío, yo mí mío. Los asustados lo abandonan, todos lo despiden, pero sigue con fuerza todo el tiempo.

—¿Y eso qué es? —gritó Paul desde la puerta, entrando de la mano de Linda, con un buen humor desconcertante.

—Una buena canción —contestó Ringo.

—Sigue tocando. Voy a acompañarte en el piano.

El regreso no pudo ser más fértil. En una sola toma registraron la canción de George. John se ausentó esa vez, sin dar explicaciones. Cuando regresó al día siguiente, y luego de bromear con la reincorporación de George, les preguntó qué habían hecho en su ausencia.

—¿Una canción? Es decir, ¿una nueva canción? Genial, chicos, genial.

John aplaudió. La pequeña japonesa a su lado lo imitó, como si jugaran a «Simón dice…».

—Déjate de payasadas. ¿Quieres oírla o no?

Paul se había puesto de parte de George esta vez.

—Denme lo mejor que tengan, muchachos —dijo John, parafraseando la voz de George Martin cuando los cuatro se divertían y no querían trabajar en el estudio, por la época de «Love Me Do».

George comenzó a cantar. No estaba mal. Pero en ese entonces cualquier descuido era propicio para actuar cáusticamente, así que John levantó a su mujer del asiento y se puso a bailar, en una zona desierta de la sala de ensayo. Era un vals completamente descoordinado, como si quisiese con sus pies romper el compás de «I Me Mine». Los demás lo miraron con desazón, pero siguieron con el tema hasta el final.

Los cuatro sentían que estaban acorralados en un callejón, escapando de muchos perros de cacería. Era la cresta del volcán, la erupción doliente, la explosión que de verdad iba a dañarlos. Con Billy pasaron días de mayor relajo, pero el ambiente se enrareció definitivamente.

—George, queremos hacer un recital en vivo —le dijo Paul a George Martin.

—Hagan lo que quieran, caballeros, en verdad ya no me importa. Phil Spector está a cargo. Hablen con él para cualquier asunto.

—Pero George, queremos que nos asesores porque…

—Ustedes ya no necesitan mi asesoría. ¡Se salieron de madre, carajo! Hace tiempo que no tengo influencia sobre ustedes.

—…vamos a hacer un recital…

—Nunca me gustó la idea de venir ir a grabar a Twickenham, y aquí nadie me considera como productor. Por un segundo, por una milésima de segundo pensé pensando que todo sería como en la época de Please, Please Me, y ahora me sales con esto del disco en vivo, Paulie.

—…en el techo de los estudios EMI.

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Había que hallarle un final a la película de Lindsay-Hogg. Qué más daba si era en el techo. La verdad es que desde las azoteas de los otros edificios parecían unos muchachos felices. Varios londinenses interrumpieron su almuerzo para salir a mirar de dónde venía el ruido ése. John se reía y jugaba con la letra de «Don’t Let me Down». Billy tocaba el órgano aceleradamente y en su cara los dientes brillaban. Paul nunca estuvo tan acertado con el bajo, especialmente en «Get Back». Ringo y George habían aceptado la idea por inercia, aunque también parecían divertirse.

Y después de estar el techo, no les quedó más remedio que bajarse.

 

 

En los estudios EMI, aquel 30 de enero de 1969, el reloj de pared marcaba las once de la noche y Ringo estaba solo en la sala de ensayo. Michael Lindsay-Hogg había quitado esa tarde todas las cámaras y parte del decorado tras la actuación en la azotea. La batería y el piano eran los únicos instrumentos que quedaban aún. A oscuras,  se acordó del tiempo que había pasado con John en Montagu Square antes del embrollo de las cámaras, las discusiones y ese final tan infantil en el techo. Se rio, prendió un cigarrillo y, mirando la llamita que se encendía en cada aspirada, estuvo largo rato pensando en los demás. De alguna manera, ya no sentía que George, Paul y John podían funcionar perfectamente sin él. No. Ahora pensaba por completo al revés: que él podía funcionar aceptablemente sin ellos.

Sin quererlo, había vuelto a ser el chico triste que pateaba latas en Liverpool, esperando la llegada de los cargueros y los barcos de turistas para ver de lejos a las niñas de cinturita y buen trasero. Se sentó al piano, con el cigarro en la comisura, y recordó haberle confesado hace mucho tiempo a un periodista, en clave de broma, que en las sesiones de grabación sólo había aprendido a engordar y a jugar ajedrez.

—Vaya declaración —se dijo en voz baja, con las dos manos en el piano. También había aprendido, por otra parte, algunos acordes en la guitarra y a jugar sin mucho interés con las escalas melódicas en los teclados.

Cerró los ojos.

Escuchó las notas que salían de las teclas.

Se rio.

Estaba tocando «Let it Be».

 

Santiago de Chile, julio-agosto 2004

Querétaro, México, julio 2018.

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